Otros pueblos, otras gentes.
El reino de Tonga está en el Pacífico Sur, al noroeste de Nueva Zelanda y al este de Australia, en un archipiélago conocido como “las islas amigas”. Geográficamente está compuesto por 169 islas, 36 de ellas deshabitadas y prácticamente todas minúsculas. Se distribuyen en tres grupos, el principal se llama como la capital turística de Holanda: Ámsterdam.
Tonga significa “el viento que sopla del sureste”. Y viniendo del sur, del vasto y duro continente australiano, era el sitio perfecto para descansar. Un pueblo donde el saludo de bienvenida es “malo e lelei” que quiere decir traducido literalmente “gracias y bueno” resulta un buen lugar para quedarse un tiempo.
Su mar azul, el cielo despejado, sus pocas playas, muchas calas rocosas y algunos que otros postizos atractivos turísticos en forma de cuevas o similares son los encantos que comparte con otras islas de la zona. Observar a su gente y costumbres y dejarse llevar por el ritmo de la isla es un mismo movimiento.
Tonga es un reino y como tal, tiene un rey. El rey, cuya fotografía o silueta aparece por doquier, tiene 63 años y está soltero. Es el padre absoluto de la población.
La capital de Tonga es Nuku´ Alofa, el único núcleo urbano del archipiélago, pero la vida en los poblados tradicionales sigue estando muy viva y vinculada a costumbres atávicas, provenientes de una cuidada mezcla entre las originales polinésicas y las novedosas cristianas.
Muchas de las curiosas costumbres están relacionadas con la religión cristiana que actualmente profesan que, al llegar a un lugar con un sustrato polinésico previo, produce mezclas en forma de vistosos rituales. Así, tras la muerte de un mandatario importante de uno de los pueblos de la isla, vimos cómo todos los balcones de las casas se cubrían de grandes telas púrpura y cintas que estarían ondeando al viento durante un mes, recordando la presencia ausente de este ser querido. En el cementerio, la tumba del recién fallecido estaba cubierta por decenas de cintas de todos los colores que jugaban con el viento en señal de fiesta de despedida.
Asimismo, los domingos se suspenden todas las actividades cotidianas y empieza el ritual de la comunión mediante el canto. Porque si hay algo fascinante en esta pequeña isla es asistir a un rito religioso un domingo. A las iglesias llegan los habitantes de los poblados cercanos. Todos y todas vestidos con faldas que ellos y ellas mismas confeccionan. Los hombres con faldas de tela oscura normalmente llamadas “tupenus” y las mujeres con las faldas ceremoniales tonganinas . Dichas faldas se tejen a partir de la corteza de un árbol. El árbol lo siembran las mujeres en los patios de sus casas y lo dejan crecer por espacio de dos años. Cuando tiene el tamaño apropiado extraen el tejido de él mediante un laborioso proceso de corte, secado y entrelazado. En algunos casos les aplican tintes. Los colores son simbólicos y dependen de su estado civil y de su posición económica.
Cuando ya llevábamos un tiempo escuchando el oficio religioso un hombre se subió a un pequeño pódium donde había un atril con un gran libro y bajo su señal todos los que en la iglesia estaban se dispusieron a cantar varios salmos. Bien, hasta aquí todo parece normal, lo que resultaba fascinante era que las cantaban a cuatro voces, absolutamente sincronizados, cual coro profesional y llenaban el ambiente con su armonía vocal. Aquel sencillo escenario era digno de cualquier teatro occidental, la naturalidad con que ofertaban su voz y el orgullo que sentían por ello, en un pueblo remoto de una remota isla con apenas visitantes.
A la isla de Tonga y cercanas les llaman “Islas amigas” y su gente hace honor a este apelativo. Su preocupación por ti es similar a la de un amigo: la camarera de la pastelería sale contigo hasta la puerta para acompañarte hasta que pase un taxi si le preguntas por uno, la guía que nos enseñó la isla al saber que éramos españoles llamó a un amigo suyo que trabajaba en la radio para que nos dedicara en directo una canción en español mientras viajábamos con ella en coche, el personal de nuestro alojamiento nos acompañó la última noche ocupando una mesa cercana en el espectáculo de baile con que nos despedía la capital y allí nos invitaron a subir al escenario para bailar “la bamba”. “La bamba” que, curiosamente, es la canción que nos tocaban en todas partes cuando descubrían que éramos españoles allí donde íbamos tanto en Asia como en Oceanía. En esta ocasión ellos mismos la cantaron “en español” acompañados por una orquesta de instrumentos polinésicos.
Los bailes son una maravilla, algo más rígidos que los hawaianos. Algunos, ancestrales, consisten en movimientos de cabeza, manos y brazos al son de instrumentos que evocan playas de fina arena blancas y delicioso mar azul transparente. La barrera de coral está algo dañada en algunas zonas de la costa, pero en cuanto te alejas un poco puedes disfrutar plenamente de ella, con un mundo de colores imposible de acompañar si no es con los ojos subacuáticos del asombro. Existen, también, en algunas zonas de la costa curiosas horadaciones geológicas que atribuyen al mar ruidosos bufidos al subir la marea.
Y, finalmente, como siempre, el tiempo de quedarnos llega a su fin y la marea baja arrastrándonos hacia un nuevo destino.
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