Parir
A las cinco de la mañana del
día 17 de agosto no podía dormir. Me duché para calmar el picor del cuerpo
entero que me envolvía desde hacía noches; la extensión central en que me había
convertido. Al secarme, un hilo de licor caliente se dejó. Se lo dije a Blas. Contestó
que siguiera durmiendo que eso no era. Pero sí era. Vertí más de un litro en el
colchón cubierto de toallas durante lo que restaba de mansa oscuridad hasta el
amanecer.
Por la mañana él se fue a
trabajar, yo me quedé plácidamente derramada. Telefoneé a las matronas. Me
dijeron que esperara hasta que tuviese más síntomas, aún podían pasar días u horas.
Llamé a Mimi, la amiga que había elegido como acompañante para el parto en casa.
Le conté que había roto aguas y que se quedase tranquila hasta que la avisase.
El nacimiento aún no iba a comenzar pero ella se vino a mi lado tras conducir
80 km. desde el mar.
La tarde del 17 la pasamos
los tres (Blas había regresado del trabajo a media mañana) sentados en el sofá
blanco esperando a que viniese el bebé. Pero la cría no llegaba. Mi hembra se
sentía vigilada, no dejada nacer. Y después supe que le faltaba la mano ancha,
donde agarrarse para tomar impulso.
Más tarde, cuando Mimi ya no
estaba, salí con Blas a pasear por la ciudad para relajarme. En un callejón
estrecho del centro el agua arrolló de nuevo mis piernas. En ese preciso
momento dos policías patrullaban por aquel desierto rincón en verano. Frenaron
en seco. Miraron por el retrovisor. Dieron marcha atrás. ¿Están bien? No, no,
si no pasa nada. El agua me inundaba. ¿Pero…? Sí, sí, no se preocupe; solo que
he roto aguas. Incredulidad. ¿Les llevamos al hospital? No, no, qué va, si
vivimos aquí al lado, ya vamos tranquilamente caminando a casa. Nos fuimos, huyendo
como quien esconde un secreto. Nos dejaron, dándonos por imposibles.
Hasta las once de la mañana
del día 18 no llegó la pareja de matronas. No sé si tengo contracciones. Siento
cierto dolor sordo pero no sé si esto son contracciones. La matrona hombre me
contestaba con mucha filosofía, muchas palabras. No podemos estar viniendo a
cada rato. La matrona mujer me entendía. Ella me dijo: vendremos todas las
veces que lo necesites. Mi útero se contraía sin dolor. Todo había comenzado pero
no lo supimos oír. Se fueron y nos quedamos juntos Blas y yo.
Así que a las dos comimos, me eché la siesta
hasta las cuatro y media, tomé una
galleta al despertar y en aquel momento,
al sabor del paladar dulce, se despertó conmigo la hembra que parió. Se rompió.
El dolor desgarraba sus entrañas.
El agua caliente me inundó de
nuevo las piernas, aparecieron unos sospechosos coágulos de sangre oscuros y,
finalmente, el meconio, cada vez más denso. Mi hijo pujando por ver el mundo.
Después, la paz entre contracciones, el dolor que se borraba y del que no quedaba
recuerdo fidedigno al minuto siguiente. Esto es una contracción, le dije a
Blas. Estoy convencida. Blas, reloj en mano: menos de dos minutos entre la
segunda y la tercera.
Llamamos a las matronas, nos
dijeron que era necesario ir al hospital. Rotura de aguas con meconio. Había
que irse rápido. En mi un apaciguado silencio interior entre los estertores
imparables de cada contracción. Sabía que me expandía, que el movimiento
espasmódico de la vida me tanteaba y, entremedias, un estado de gracia, distante,
centrado, en el que veía correr a mi marido cogiendo la maleta, olvidándose de
tal cosa o cual y le daba instrucciones de un minuto y diez segundos desde una bonanza
absoluta, terrenal. Todo agitándose a cámara lenta en el torno que me
circundaba.
A las cinco y diez de la
tarde llegó la ambulancia. Subió a casa un médico, Marcos, como el de los
dibujos animados, así, tristón, como él también. Entre bromas me pinchó o
similar, me colocó una máscara en la boca o similar y me daba instrucciones
sobre no sé bien qué o algo similar. Después, no encontraba el corazón de
nuestro hijo. No se oye, dijo. Mi paz trastabilló volviendo del revés mi
garganta. Estaba auscultándolo con un fonendoscopio.
Blas sabía escuchar su
latido colocando la oreja sobre mi barriga. Por casualidad, dos días antes lo
habíamos intentado con el fonendoscopio que nos había dejado mi cuñada junto al
aparato de tomar la tensión y sabíamos
que no era fiable, apenas se oía. Lo insté a que lo hiciese por el método
natural. El médico lo disuadía. Lo insté a que lo hiciera. Apoyó su oreja en mi
barriga. Ahí está -me dijo- ¡está bien! Lo abracé. Lo amaba. Mis rasgaduras internas
me volcaban sobre mí misma otra vez y me retraían. Me contraía, hacia dentro. También,
de nuevo, tras ello, la paz.
Mi habitación se había
convertido en jaleo. Tubos, voces, siéntate, no podía, quería estar de pie. A
duras penas conseguí llegar hasta el ascensor. Bajamos en la plataforma, con la
vía puesta, el oxígeno, en una silla del comedor, chorreando fluidos. Apenas
podía moverme. Juntos pariríamos, en unión, acompañándonos en el baile,
pensábamos mi marido y yo durante los meses que duró el embarazo y nos
preparábamos para recibir a nuestro hijo en algún lugar entre la azotea y la
habitación de nuestro hogar. No le dejaron subir a la ambulancia. Su historia
es, pues, otra y la misma.
Las entrañas se me
resquebrajaban y cada adoquín de cada calle de la zona vieja de la ciudad por
la que se embalaba la ambulancia me penetraba en las células del bajo vientre. Mi
hijo va a nacer ya. No puedo esperar. No, no, aquí no puede nacer. Debes llegar
al paritorio. No puedo esperar…
Me agarré a la mano nudosa
del enfermero. No veía. “Non vexo nada” decía mi madrina antes de morir, sus
últimas palabras, “Non te vexo, neniña”. Y yo tampoco veía a nadie. Sabía que
estaban pero ni miraba ni podía ver más que lo que mis ojos captaban sin querer
y rechazaban. La muerte y el nacimiento. La mano de mi madre mientras cosían a la
niña que fui en la casa de socorro tras haberse caído por las escaleras, la
mano de mi madrina al morir aferrada a la mía, las manos de mi amor sobre mi
cuerpo, la mano de aquel enfermero
sujetándome los límites del poder. Todo uno.
Al llegar al hospital el
pasillo de urgencias estaba inundado de gente. Sentía sus presencias mirándome
inquietos. Mi boca abierta, dilatándome la vagina, la garganta, los conductos
de mi cuerpo dejando paso al aire, a su respiración. La matrona hombre también estaba en aquel pasillo. Lo vi pero no
lo miré. No me daba confianza. Había venido a ayudar y ayudó a Blas a entrar en
el paritorio.
Eran las seis de la tarde y
la fuerza centrípeta salía por mi boca en grito, abriéndose paso en la camilla
como inaugurada iba mi vagina, hasta el extremo.
Llegué a la sala blanca, tan
distinta a aquella otra de las siete semanas de embarazo donde Victoria, mi
ginecóloga, me hizo escuchar por primera vez el latido de Jacobo después de que
se agarrase fuerte a mi endometrio. Se me olvidaron las decenas de ojos que me
miraban, los estudiantes que usurparon mi intimidad, la médica que me atendía, las
enfermeras que me hacían preguntas inoportunas y me negaban su tacto, no había
nada más que la hembra: ni siquiera pensaba en mi cría. Ella sabría salir. Yo
no tenía más opción que lo mío. Ineludible, inmenso, radiante, rabioso,
inminente, latiendo en mi deformado sexo.
Cerré la boca, convoqué la fuerza entre las piernas, cerré la boca,
convoqué la fuerza hacia mi sexo, ostentoso, orondo, extenso, inmoderado. Vino
a mí el palomar de la Breña. La imagen del antiguo palomar del S.XVIII con sus
pasillos hasta medio cielo poblados de nidos de paloma horadados en su materia.
Cada nido un útero, una paloma viva. Cada nido de paloma un útero, cada útero
una vida. Esparciéndolo todo de estrellas. Cada nido de paloma un útero, cada útero
una vida. Cada vida, amor. Cada nido de paloma un útero, cada útero una vida.
Una vida en grito. Sonidos llenos. Arrojada. Me guié por la voz desconocida que
dictaba cada uno de mis movimientos y me embriagó la risa y así, entre carcajadas,
mi hijo se deslizó lentamente, sin gravedad, enfundado en el canal de parto que
lo sujetaba.
A las seis y veinte llegó Jacobo
y era tal el sosiego que apenas sonreí. Estaba. Era. El sentido inefable. La
rotundidad. No me moví. No lloré. No hablé. Solo acogí a mi cría y la deposité
en mi pecho. Tan natural como si toda la vida lo llevase haciendo. Sin
estridencias. Plácida.
Los primeros meses después
del nacimiento, el mundo desapareció y el nido salió a ocupar toda la
superficie que habitábamos. Allí nos quedamos los dos acunándonos. Después, los
tres, también el padre. Con derecho y firmeza, entre arrullos y el sueño.
Denodados de amor. En cada nido de paloma nos creció un junco, y era cada junco
la fuerza de la tierra subiendo por mis piernas, sensual, flexible, decidida,
materna. Cada nido de paloma fue entonces un jarrón lleno de tierra y en cada
jarrón lleno de tierra nació una flor. Inundaban las margaritas blancas mi
hogar. Donde ellos estén, será. Cada nido de paloma un útero, cada útero una vida.
Abierta y completa. Giró la perspectiva.
Y así llegó, profundo como
el cielo, este amor, que se prende de mis ojos y me deja unida a Jacobo en la
madriguera, sus primeros bracitos alrededor de mi pecho que casi no alcanzan a
rodear su fragilidad.
MON
http://dedondelashadas.blogspot.com
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