Por naturaleza, un artículo de opinión o un ensayo, que
también son formas literarias, nos llevan al juicio, a confrontar con el
pensamiento de quien escribe, aunque confrontemos imaginariamente, o a
acogernos a lo que dice.
Por su parte, la naturaleza de la lírica y otras formas literarias como la
narración de ficción o el teatro nos transportan a otro movimiento vital que
escapa de esta oposición o asunción del pensamiento del autor. En cuanto a la
lírica ha habido muchos intentos de definición,
que siempre han quedado cojos o mancos. De todos ellos, me quedo con el también
incompleto de Wolfgang Kaiser, que la
resumía en un “¡Ay!”. En ese “ay” o “aaaay” o “AY”, o en cualquiera de sus
variantes, él deseaba condensar la subjetividad, la emoción y la intensidad que
el yo lírico transmite mediante el acto poético. Aunque el hálito de algunos poemas va más
allá o más acá de ese “¡Ay!”, dependiendo de la época que consideremos, la
emoción contenida o desatada en que nos sumerge la poesía, sus palabras que
nombran cortejando al mundo de manera diferente, permite que nos acerquemos a la observación y a la empatía. Se puede
estar leyendo un poema de Benedetti, fallecido en un Día de las Letras Gallegas de hace cuatro años, o
de Garcilaso, o de Andrés Neuman, por poner tres ejemplos dispares, y en ellos trascender a un lugar profundamente
humano donde queda encendida la observación sin juicio, el acercarse a otra
alma o cerebro, a emociones que cada uno de nosotros también transportamos, más
o menos dejadas sentir dependiendo de quién hayamos decidido ser, pero, a fin
de cuentas, bajo el principio de que nada humano nos es ajeno. No es necesario
ponernos a favor o en contra de ello.
En este mundo tan falto de observación sin juicio, de entrar
en la emoción o el pensamiento de otros sin necesidad de defendernos de su
influjo o de dejar patente quiénes somos nosotros, se produce con algunos textos literarios una comunión con
lo propio que no es posible recoger en tal calidad en ningún tratado de psicología
ni a través de la disección de temas mediante un ensayo. En este mundo falto de poesía, tan
necesitado de ella, no estaría mal hacer mayor uso consciente de esa sana predisposición
humana hacia lo literario, hacia la palabra que desvela el mundo, para aprender
quiénes somos en aquello esencial que todos compartimos.
Pienso en Cien años de
soledad, seguramente estarán conmigo en que, al leerlo, no hay acuerdo ni desacuerdo con sus
personajes; hay , como mucho,
sentimiento más afín o comunión más cercana con unos que con otros pero no juicio. En cambio, en los múltiples
artículos que escribe García Márquez, el mismo, con su mismo cerebro, corazón y
manos, sí se produce una necesidad de juzgar y, por tanto, de no leer con
quietud, sino con un movimiento que nos obliga a situarnos aquí o allá. Sin quietud no hay aprendizaje,
creo yo. Y qué difícil tener quieta la mente con tanto bullicio interno y
externo, con tantas opiniones seguras de
sí mismas, tantos centros comerciales y teleseries. De la quietud asoma un conocimiento amplio,
en que cabe lo blanco y lo negro como partes del mismo espectro, porque lo
conocido finalmente es el espectro, el color, sus calidades, sabiendo que
todas, del rojo al gris, van en nuestra condición humana, queramos o no, compartida.
Menos son las diferencias que las similitudes.
Muñoz Molina, Alessandro Baricco, Haruki Murakami,
escritores actuales con visos de tornarse clásicos, desprenden esa humanidad
del no juicio en sus descripciones y la creación de sus personajes y, gracias a
ello, se respira en su obra lo universal. Hay autores, por tanto, que nos
ayudan a la observación con su forma de comunicar pero, incluso aquellos otros
que no poseen esa cualidad, por el mismo hecho de haber elegido la lírica, la
novela, el relato o el teatro, nos predisponen a esa distancia sana que dispone
el mismo hecho de acercarse a este tipo de textos.
Sintiéndolo en el alma me ha tocado espantarles, tal vez, su
quietud de hoy con estas palabras, aunque espero que el formato no encubra el
contenido y puedan sentir en él sin juicio.
Les animo a que cojan un fragmento de cualquier novela,
cualquier relato, cualquier poema que tengan a mano y se sumerjan en lo humano,
en sí mismos. En un lugar agradable, rodeados del silencio, como goce y
aprendizaje del respeto a distintas formas del ser. Esta práctica de la lectura
desde la distancia además de hacernos disfrutar, nos ayuda a crecer. Docere et
delectare.
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