sábado, 18 de agosto de 2012

Relato de mi parto


Parir

A las cinco de la mañana del día 17 de agosto no podía dormir. Me duché para calmar el picor del cuerpo entero que me envolvía desde hacía noches; la extensión central en que me había convertido. Al secarme, un hilo de licor caliente se dejó. Se lo dije a Blas. Contestó que siguiera durmiendo que eso no era. Pero sí era. Vertí más de un litro en el colchón cubierto de toallas durante lo que restaba de mansa oscuridad hasta el amanecer.
Por la mañana él se fue a trabajar, yo me quedé plácidamente derramada. Telefoneé a las matronas. Me dijeron que esperara hasta que tuviese más síntomas, aún podían pasar días u horas. Llamé a Mimi, la amiga que había elegido como acompañante para el parto en casa. Le conté que había roto aguas y que se quedase tranquila hasta que la avisase. El nacimiento aún no iba a comenzar pero ella se vino a mi lado tras conducir 80 km. desde el mar.
La tarde del 17 la pasamos los tres (Blas había regresado del trabajo a media mañana) sentados en el sofá blanco esperando a que viniese el bebé. Pero la cría no llegaba. Mi hembra se sentía vigilada, no dejada nacer. Y después supe que le faltaba la mano ancha, donde agarrarse para tomar impulso.
Más tarde, cuando Mimi ya no estaba, salí con Blas a pasear por la ciudad para relajarme. En un callejón estrecho del centro el agua arrolló de nuevo mis piernas. En ese preciso momento dos policías patrullaban por aquel desierto rincón en verano. Frenaron en seco. Miraron por el retrovisor. Dieron marcha atrás. ¿Están bien? No, no, si no pasa nada. El agua me inundaba. ¿Pero…? Sí, sí, no se preocupe; solo que he roto aguas. Incredulidad. ¿Les llevamos al hospital? No, no, qué va, si vivimos aquí al lado, ya vamos tranquilamente caminando a casa. Nos fuimos, huyendo como quien esconde un secreto. Nos dejaron, dándonos por imposibles.
Hasta las once de la mañana del día 18 no llegó la pareja de matronas. No sé si tengo contracciones. Siento cierto dolor sordo pero no sé si esto son contracciones. La matrona hombre me contestaba con mucha filosofía, muchas palabras. No podemos estar viniendo a cada rato. La matrona mujer me entendía. Ella me dijo: vendremos todas las veces que lo necesites. Mi útero se contraía sin dolor. Todo había comenzado pero no lo supimos oír. Se fueron y nos quedamos juntos Blas y yo.
 Así que a las dos comimos, me eché la siesta hasta las cuatro y media,  tomé una galleta  al despertar y en aquel momento, al sabor del paladar dulce, se despertó conmigo la hembra que parió. Se rompió. El dolor desgarraba sus entrañas.
El agua caliente me inundó de nuevo las piernas, aparecieron unos sospechosos coágulos de sangre oscuros y, finalmente, el meconio, cada vez más denso. Mi hijo pujando por ver el mundo. Después, la paz entre contracciones, el dolor que se borraba y del que no quedaba recuerdo fidedigno al minuto siguiente. Esto es una contracción, le dije a Blas. Estoy convencida. Blas, reloj en mano: menos de dos minutos entre la segunda y la tercera.
Llamamos a las matronas, nos dijeron que era necesario ir al hospital. Rotura de aguas con meconio. Había que irse rápido. En mi un apaciguado silencio interior entre los estertores imparables de cada contracción. Sabía que me expandía, que el movimiento espasmódico de la vida me tanteaba y, entremedias, un estado de gracia, distante, centrado, en el que veía correr a mi marido cogiendo la maleta, olvidándose de tal cosa o cual y le daba instrucciones de un minuto y diez segundos desde una bonanza absoluta, terrenal. Todo agitándose a cámara lenta en el torno que me circundaba.
A las cinco y diez de la tarde llegó la ambulancia. Subió a casa un médico, Marcos, como el de los dibujos animados, así, tristón, como él también. Entre bromas me pinchó o similar, me colocó una máscara en la boca o similar y me daba instrucciones sobre no sé bien qué o algo similar. Después, no encontraba el corazón de nuestro hijo. No se oye, dijo. Mi paz trastabilló volviendo del revés mi garganta. Estaba auscultándolo con un fonendoscopio.
Blas sabía escuchar su latido colocando la oreja sobre mi barriga. Por casualidad, dos días antes lo habíamos intentado con el fonendoscopio que nos había dejado mi cuñada junto al aparato de tomar la tensión y  sabíamos que no era fiable, apenas se oía. Lo insté a que lo hiciese por el método natural. El médico lo disuadía. Lo insté a que lo hiciera. Apoyó su oreja en mi barriga. Ahí está -me dijo- ¡está bien! Lo abracé. Lo amaba. Mis rasgaduras internas me volcaban sobre mí misma otra vez y me retraían. Me contraía, hacia dentro. También, de nuevo, tras ello, la paz.
Mi habitación se había convertido en jaleo. Tubos, voces, siéntate, no podía, quería estar de pie. A duras penas conseguí llegar hasta el ascensor. Bajamos en la plataforma, con la vía puesta, el oxígeno, en una silla del comedor, chorreando fluidos. Apenas podía moverme. Juntos pariríamos, en unión, acompañándonos en el baile, pensábamos mi marido y yo durante los meses que duró el embarazo y nos preparábamos para recibir a nuestro hijo en algún lugar entre la azotea y la habitación de nuestro hogar. No le dejaron subir a la ambulancia. Su historia es, pues, otra y la misma.
Las entrañas se me resquebrajaban y cada adoquín de cada calle de la zona vieja de la ciudad por la que se embalaba la ambulancia me penetraba en las células del bajo vientre. Mi hijo va a nacer ya. No puedo esperar. No, no, aquí no puede nacer. Debes llegar al paritorio. No puedo esperar…
Me agarré a la mano nudosa del enfermero. No veía. “Non vexo nada” decía mi madrina antes de morir, sus últimas palabras, “Non te vexo, neniña”. Y yo tampoco veía a nadie. Sabía que estaban pero ni miraba ni podía ver más que lo que mis ojos captaban sin querer y rechazaban. La muerte y el nacimiento. La mano de mi madre mientras cosían a la niña que fui en la casa de socorro tras haberse caído por las escaleras, la mano de mi madrina al morir aferrada a la mía, las manos de mi amor sobre mi cuerpo, la  mano de aquel enfermero sujetándome los límites del poder. Todo uno.
Al llegar al hospital el pasillo de urgencias estaba inundado de gente. Sentía sus presencias mirándome inquietos. Mi boca abierta, dilatándome la vagina, la garganta, los conductos de mi cuerpo dejando paso al aire, a su respiración. La matrona hombre  también estaba en aquel pasillo. Lo vi pero no lo miré. No me daba confianza. Había venido a ayudar y ayudó a Blas a entrar en el paritorio.
Eran las seis de la tarde y la fuerza centrípeta salía por mi boca en grito, abriéndose paso en la camilla como inaugurada iba mi vagina, hasta el extremo.
Llegué a la sala blanca, tan distinta a aquella otra de las siete semanas de embarazo donde Victoria, mi ginecóloga, me hizo escuchar por primera vez el latido de Jacobo después de que se agarrase fuerte a mi endometrio. Se me olvidaron las decenas de ojos que me miraban, los estudiantes que usurparon mi intimidad, la médica que me atendía, las enfermeras que me hacían preguntas inoportunas y me negaban su tacto, no había nada más que la hembra: ni siquiera pensaba en mi cría. Ella sabría salir. Yo no tenía más opción que lo mío. Ineludible, inmenso, radiante, rabioso, inminente, latiendo en mi deformado sexo.
 Cerré la boca, convoqué  la fuerza entre las piernas, cerré la boca, convoqué la fuerza hacia mi sexo, ostentoso, orondo, extenso, inmoderado. Vino a mí el palomar de la Breña. La imagen del antiguo palomar del S.XVIII con sus pasillos hasta medio cielo poblados de nidos de paloma horadados en su materia. Cada nido un útero, una paloma viva. Cada nido de paloma un útero, cada útero una vida. Esparciéndolo todo de estrellas. Cada nido de paloma un útero, cada útero una vida. Cada vida, amor. Cada nido de paloma un útero, cada útero una vida. Una vida en grito. Sonidos llenos. Arrojada. Me guié por la voz desconocida que dictaba cada uno de mis movimientos y me embriagó la risa y así, entre carcajadas, mi hijo se deslizó lentamente, sin gravedad, enfundado en el canal de parto que lo sujetaba.
A las seis y veinte llegó Jacobo y era tal el sosiego que apenas sonreí. Estaba. Era. El sentido inefable. La rotundidad. No me moví. No lloré. No hablé. Solo acogí a mi cría y la deposité en mi pecho. Tan natural como si toda la vida lo llevase haciendo. Sin estridencias. Plácida.
Los primeros meses después del nacimiento, el mundo desapareció y el nido salió a ocupar toda la superficie que habitábamos. Allí nos quedamos los dos acunándonos. Después, los tres, también el padre. Con derecho y firmeza, entre arrullos y el sueño. Denodados de amor. En cada nido de paloma nos creció un junco, y era cada junco la fuerza de la tierra subiendo por mis piernas, sensual, flexible, decidida, materna. Cada nido de paloma fue entonces un jarrón lleno de tierra y en cada jarrón lleno de tierra nació una flor. Inundaban las margaritas blancas mi hogar. Donde ellos estén, será. Cada nido de paloma un útero, cada útero una vida. Abierta y completa. Giró la perspectiva.
Y así llegó, profundo como el cielo, este amor, que se prende de mis ojos y me deja unida a Jacobo en la madriguera, sus primeros bracitos alrededor de mi pecho que casi no alcanzan a rodear su fragilidad.
MON
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